Desde que llega la primavera los 1.500 kilómetros cuadrados de Gran Canaria son una fiesta. Y no es una metáfora.
La isla, dividida en 21 municipios que se multiplican en barrios, pueblos y pagos, encuentra siempre motivos para celebrar algo, una vez se tiene claro que no va a ser precisamente el clima el que rompa la alegría.
Sólo hay que seguir la estela de un volador para concluir que en ese momento hay alguien pasándoselo de maravilla. Súmese. Compre un sombrero de paja en cualquier puesto, pída algo en cualquier ventorrillo e incorpórese a la marea festiva. Olvide la seriedad por un rato.
¿Necesita una excusa para sumarse? No hace falta. Invente la que prefiera. Aunque realmente hay varias razones para que Gran Canaria pase los veranos entre música de verbena y bailes en las plazas. Por un lado el santoral. Todo el gran abanico de santos y vírgenes, que encuentran en Gran Canaria una sincera devoción de siglos, reciben ofrendas de cientos de personas ataviadas con trajes típicos de las islas. Los romeros hacen equilibrios entre cestones con productos de la huerta y la mar, mientras los timples y guitarras ponen la música.
La principal fiesta de origen sacro la protagoniza la Virgen del Pino, el 8 de septiembre, en Teror. En un entorno de balcones tradicionales, laureles y araucarias centenarias, miles de personas ponen a los pies de la imagen un inabarcable catálogo de ofrendas. Los días de las fiestas del Pino, una ola de peregrinos inicia desde todos los puntos cardinales de Gran Canaria una caminata nocturna hasta el pueblo. Unos para pagar promesas cumplidas, otros por ganas de pura alegría.
Otra de las razones para tanta fiesta puede ser que la luz de la isla alegra al más pintado. Verbenas, torneos deportivos, bailes del solajero, cine al aire libre y conciertos de música tradicional se van mezclando en una coctelera que va sumando días de fiesta. Meses de fiesta en una isla que se lo pasa en grande consigo mismo. Y esto tampoco es una metáfora.
¿Cómo explicar si no que sea tan divertida una fiesta creada alrededor de un remojón en el barro, como pasa en Santa Brígida? ¿Cómo no va a ser divertido ver a medio pueblo lanzándose litros y litros de agua, mediante cubos o mediante todo tipo de artilugios estrafalarios, como ocurre en Telde? ¿No se ha embarcado aún en las celebraciones que los pescadores dedican a la Virgen del Carmen?
Fiestas de este tipo hay unas cuantas repartidas por toda la isla. Pero aún hay más. Porque todavía existe un tercer motivo para tanta fiesta. De una manera u otra el isleño identifica varias de estas celebraciones con las costumbres de los antiguos canarios. La más conocida de estas fiestas tradicionales es La Rama, una celebración que tiene en la villa de Agaete su momento cumbre. En la Rama, una gran multitud, portando grandes ramones cogidos durante la noche en las cumbres, avanza al mar, acompañada por bandas de música.
La procesión festiva ocupa la mañana y el mediodía siguiente, hasta besar la costa, donde finalmente golpean el mar en una moderna interpretación de la que se cree era la ancestral petición de lluvias.
En los mismos orígenes prehispánicos habría que situar El Charco, fiesta que únicamente se celebra en La Aldea de San Nicolás. Cada 11 de septiembre y a la voz de ‘ya’ y con el disparo de un volador, cientos de personas con cestas saltan a un gran charco situado junto a una preciosa playa de callaos, para hacer a mano la pesca de la lisa, un pez muy dado al esquinazo. El espectáculo tiene algo de asombroso. Tan asombroso como una isla que no se sabe cómo, un poco por su clima otro poco por su gente, siempre anda de lo más alegre. En Gran Canaria sería posible, si el visitante se pusiera a ello, saltar de una fiesta a otra durante meses sin apenas tocar el suelo.
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